Sunday 31 August 2008

El Momento

Hay, entre los días tranquilos y nublados, algunas horas insensatas, casi lluviosas, como absurdos presagios de muerte, que me provocan un agudo dolor en la nuca. Nada de lo antes vivido me parece más terrible que esos breves momentos de lúcido reproche que se me enroscan en los tobillos y me taladran el pecho.

Una vez, alguien sentado a mi lado dibujó dos o tres retablos sangrientos y blasfemos. El verde de la piel sobre el lienzo, el rojo purpúreo de la sangre sobre la piel del lienzo, mis ojos hundidos y llorosos derramados sobre el líquido que manchaba la piel que adornaba el lienzo: todo ese presente de pasión hoy es pasado. Pero aún, casi cada persona que se cruza en mi camino y sonríe con talante sereno, se me figura a ese artista improvisado cuyo fantasma se pasea entre mis manos que respiran vida y entre los pliegues polvorientos de mi memoria.

No había notado, en más de siete años, que la vista de ciertas personas o ciertos paisajes perturbaba mi corazón y mi cuello, dando el mismo efecto que el causado por presenciar los errores ortográficos grabados en los cristales de los autobuses. Lo noté hasta hace un par de días, cuando los cabellos excesivamente rizados y dos ojos enormes, inmóviles, suspendidos por la fuerza magnética del monstruoso y gordo cuerpo de una madre me golpearon con su verdad.

Lo que jamás se había escapado a mi mente eran las risas nerviosas de otros tiempos y mi peligrosa ingenuidad, que como una nube de mediodía contaminaba cada rincón de pureza en mi habitación.

Caminaba por el parque de siempre, el único parque que conozco, el único lugar que nunca se ha separado de mí, y el único que no me tortura con momentos ni sensaciones. Recordé cómo sus cabellos me acariciaban meciendo las circunstancias en no menos de seis sílabas. Siempre afirmaba la desesperación sin que nos diéramos cuenta que era un lugar común.

—¿Recuerda a su hija mayor, la delgada y escurridiza jovencita cuyo nombre era el de una hermosa ave?

Temí que mi confesión tan patética comenzara brillante de ridícula dulzura y decayera hasta convertirse en un triste desvarío. Tanta desolación y escalofriantes memorias se apretujaban detrás de mis ojos, que me sentía en la banca de algún jardín psiquiátrico, escupiendo mi vida entre temblores y falsos exorcismos.

No tuve que esperar a conocer la respuesta. No era necesario saber si ella aún se acordaba o si se había marchado para siempre entre densas nieblas de locura, pues yo aún percibía en el dorso de mi diestra los toques de sus manos torpes, y en mis oídos perturbados estridentes cantaban sus gritos de desamparo.

Cuando hubo desaparecido de mi cotidianeidad estudiantil, me dije que seguro estaba con su padre. Pero sólo lo dije porque no supe jamás nada de él. Ahora que lo analizo con calma, no había razón para creer algo así, pero aquella posibilidad había sido tan lógica como plausible y había traído tanta tranquilidad a mi culpa, que me era imposible separarme de ella.

Ocurrió un día cuya mañana se ha desvanecido de mi memoria, un año después de la última vez que nos habíamos encontrado. Yo estaba en casa, dormía. En medio de mis sueños, como ruido de fondo, como sonidos incidentales, llegaban hasta mi mente los ritmos pesados de los tambores: la banda de la escuela ensayaba para el mismo concurso del año anterior. Doce meses antes la tarde era soleada, ahora era nublada y soplaba un viento fresco de finales de mayo. A ratos, el sol se asomaba de entre las amenazas de lluvia, a ratos no. Todo era la oscuridad de mis párpados cerrados.

No sé exactamente qué me despertó: el sonido de las torretas, de los autos, los murmullos, los gritos de los vecinos. Mi cuerpo se estiró en un estremecimiento involuntario y abrí los ojos. El aire que entraba a través de los vidrios de la ventana me molestaba. Me levanté y caminé hasta la puerta.

La gente se hallaba en corros en los resquicios que dejaban los automóviles aparcados en el estacionamiento. Habían hecho lugar para una ambulancia y varios autos de policía. No había visto tanta gente reunida desde el último terremoto. Pero esta vez las macetas se hallaban inmóviles y no se veía la razón de la angustia general.

Recorrí dos o tres veces los grupos de personas sin buscar a nadie en especial. ¿Cómo iba a saber que las fallas continentales de mi desesperación habían encontrado nuevas tierras que fragmentar? Los telones parecían caer desde el cielo hasta cada una de las dudas que las personas se atrevían a compartir entre ellas. Padres, madres, hermanos, vecinos, dos o tres amigos. No recuerdo si realmente tenía amigos o solamente hablaba conmigo. Seguramente no tenía amigos, pero la conocían muchísimas personas.

—He notado que su hermana es igual a ella. Sólo que muchísimo más orgullosa, más presuntuosa. No me conoce, mas yo la conozco. Sé su nombre. La reconozco cuando abro los ojos a medianoche y vuelven a atormentarme esas conversaciones.

Siempre me hablaba de miles de cosas que no me interesaban. Cuando yo hablaba, me daba cuenta que no podía entenderme. Se esforzaba por hacerlo, pero no lo lograba. Yo comprendía cabalmente todas las palabras que salían de su garganta, pero no me importaban. Aquello que me fascinaba era lo que más temía mi incipiente deseo de conocimiento: sus ataques de furia.

Mis ataques de furia nunca habían sido tan explosivos ni tan censurables. Siempre sucedían en situaciones donde estaban hasta cierto punto justificados y mi retórica no dejaba pasar uno solo de esos sucesos sin explicarlo con ejemplos o argumentos bellamente tejidos. Los veía sólo como un ejercicio mental.

—Una vez se levantó, arrojó unos lápices y un libro hacia la cabeza de alguien. ¡Ja! Fue muy divertido. Su cabello bien atado desapareció entre los trozos de vidrio. Vi cómo su llanto se desperdiciaba en el piso. Y me quedé en silencio.

Meses antes de la confusión en el vecindario, una pareja de amigos se sentó a nuestro lado durante el descanso. Los cuatro estábamos hartos de las clases. Ninguna lectura parecía satisfacer nuestros intereses. A mí no me cabía duda de que el aniversario de mi muerte se hallaba ya muy cerca. Mi amigo y su novia comenzaron a presumir sus estudios de geometría, que sólo lo eran porque se hacían con un compás. Ofrecieron favorecernos con una demostración: observé cómo clavaba la punta metálica en ella y cómo la jalaba hacia él, con firmeza, sin furia.
Justo en ese momento desarrollé la habilidad que más aprecio hasta el día de hoy, la habilidad de cerrar los ojos, tragar saliva y crear un nuevo "yo", inmune a cada inesperada sensación escalofriante escurriéndose sobre mí. Aquella creación, siendo la primera, tardó unos cuantos segundos, que duraron milenios sobre mi conciencia.

Estuvieron sangrando un rato, unos diez o quince minutos, y entonces tomó mi mano para salir de ahí. Los dejamos a los dos solos. Era como estar en un árbol, guardando la compostura, observando los abismos que se abrían entre las olas del mar. Ninguna llanura había quedado libre de los arados. Todo era ocupado por esos campesinos mal vestidos y heridos, que recorrían una y otra vez campos propios.

—Le dije que no sentía lástima por ninguno de los tres y que no pensaba que en algún momento iba a sentir vergüenza por aquellas siembras decepcionantes.

Dije la verdad en todo, pero el tiempo probó que me equivocaba. Ahora no sólo siento pena, sino una necesidad imperiosa de cubrirlo todo, como la tierra cubre los cadáveres y el sol los convierte en polvo.

—Le dije que debía intentarlo.

En realidad no lo recuerdo, sin duda debí haberlo dicho, yo o alguno de ellos. Cuando se trataba de vanagloriarse, éramos tan inexpertos que no controlábamos nuestras palabras. Lo recomendábamos para asegurarnos que sabíamos lo que hacíamos, que disfrutábamos todas esas ocupaciones ociosas y degradantes.

El jugo de frutas frescas cubría mis manos y bañaba mis dientes, que nunca han sido demasiado derechos ni demasiado funcionales. El trabajo es siempre de mi lengua y de mi mandíbula. Todo mi rostro se entrega a las coyunturas y a las articulaciones, sólo mis manos viajan y se ocupan sin preguntarles su opinión. Era tan dulce lo que bebía y mi pulso se detenía cuando nos mirábamos directo a los ojos.

La gente que caminaba entre la ambulancia y los agentes preguntando qué había sucedido desconocía todo eso. Me preguntaba quién había caído o si acaso sólo se había tropezado.

—Le dije que no se acercara tanto al pozo, que era cuestión de lanzar un par de monedas como se lanzan a una fuente, con la esperanza de recuperarlas años después, como se pierden en el océano.

No puedo asegurar que lo dije, sin duda debí haberlo dicho.

Había perdido mi capacidad para leer e interpretar. Sólo me detuve a pensar en lo que había sucedido entre las personas que me conocían y aún no negaban mi presencia. Pero no había nadie a mi lado y mi reflexión concluyó pronto. Yo también me acerqué a los curiosos, fingiendo que no me interesaba mirar, jugando a estar ahí de pasada, sin intención.

Lo que temía había ocurrido: mi conversación se había convertido en una especie de catártico suplicio, absurda subvención de sentimientos, mas dejó de importarme de inmediato. Ninguno de mis dedos podía ayudarme ahora a detenerme, a tomar una rama o algún filón saliente de una roca. No me era posible quedarme cerca de mí, las casas habían comenzado a desmoronarse con lentitud.

—Nunca supe dónde diablos estaba. ¿Lo sabe usted? Vi que nada cambió y pensé que regresaría en poco tiempo. Pero la rutina ocupó cada espacio con su cinismo habitual y cada día me parecía igual a los anteriores. Parecía que nunca habían pasado semanas ni meses. Hasta hoy me doy cuenta que han pasado varios años y ninguno de los cuatro regresó. Nunca supe dónde diablos estábamos, no puedo ir a buscarme.

Su madre siguió sentada en el sitio de siempre: luego de un tiempo la encontré ahí, hablando con las mismas personas de otras veces. Pensé que las habladurías infundadas de los vecinos eran falsas. Había tantos nombres flotando en las alas de aquella tragedia, que ninguno era más verosímil que otro. Me tranquilicé y seguí en mi desvarío. Hacía años que no veía a ninguno de mis dos amigos, por lo que lo sucedido se evaporó como las gotas de lluvia. Al día siguiente salió el sol.

Yo no volví a verla. Pero, ¡diablos! Tampoco era que nos viéramos a diario, es más, había pasado un año sin que cruzáramos palabra. Si había sucedido tanto en una tarde, cuántas cosas no habían podido pasar en un año…

Cualquier cosa podría haber acontecido, algo que no incluyera ninguna herida, ningún traumatismo, ningún sueño ni ningún descanso. Tal vez algo agradable, una cura menos colorida para los problemas diarios. Sí, seguro eso fue. Nada apunta a que haya sido mi culpa. Tantas cosas suceden sin razón, y el tiempo se detiene unos segundos. Esos segundos que dividen lo que fue de lo que será a partir de entonces.

Pudo haber sido cualquier cosa. Una de esas verdades sagradas hechas de granito, que se rascan para obtener un pequeño souvenir: una o dos pizcas de polvo. Una de esas verdades que empiezan a resquebrajarse hasta que terminan por romperse justo por la mitad. Una de esas verdades que existen para refugio de tu cordura durante toda la vida.