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Wednesday, 29 June 2011

León, Gto. (III)

 

“Parque Metropolitano”

Un parque enorme, con presa propia, rocas estilo romance medieval, palmeras y pasto, tren de neumáticos, paseos en lancha y hasta ¡un faro! (de inmediato pensé en “To The Lighthouse” :D)….

Parque metropolitano 1

parque metropolitano 2

parque metropolitano 3

parque metropolitano 4

parque metropolitano 5

Thursday, 23 December 2010

"No man is an island...", "For whom the bells toll...", and other quotable quotes in context

MEDITACIÓN XVII

(by John Donne, translation mine)

Nunc lento sonitu dicunt, Morieris
Ahora esta campana, que suena suavemente para otro, me dice, "Morirás"

Quizá aquél por quien dobla esta campana está tan enfermo que no sabe que dobla por él; quizá me imagino mucho mejor de lo que en realidad estoy, así como quienes están a mi alrededor y ven mi estado, pueden haber sido quienes pidieron que la campana doblara por mí, y yo no lo sé. La iglesia es católica, universal; y así son también todas sus acciones; todo lo que hace nos pertenece a todos. Cuando bautiza a un niño, esa acción me concierne, porque ese niño desde ese momento está conectado a esa Cabeza, que es mi Cabeza también, e inmerso dentro de ese cuerpo, del que también yo soy parte [esto es, de la Iglesia]. Y cuando entierra a un hombre, esa acción me concierne. Toda la humanidad proviene de un mismo autor, y es parte de un mismo volumen; cuando un hombre muere, un capitulo no es arrancado del libro, sino traducido [esto es, llevado] a un mejor lenguaje, y cada capítulo debe ser de la misma forma traducido. Dios emplea muchos y diversos traductores: algunas piezas son traducidas por la edad, otros por lo enfermedad, algunos por la enfermedad, y otros más por la justicia; pero la mano de Dios está en cada traducción, y en su mano todas esas hojas dispersas se unirán otra vez en esa biblioteca donde cada libro estará abierto, uno frente al otro. Así como la campana que suena para llamar a un sermón no sólo llama al predicador, sino que también pide a la congregación que se reúna, así esta campana nos llama a todos; pero me llama mucho más a mí, que he sido traído mucho más cerca de esta puerta a causa de esta enfermedad.

Alguna vez hubo un desacuerdo que ha llegado ser hasta una acción legal, (en el que piedad, dignidad, religión y auto estima estaban mezclados), acerca de cuál de las órdenes religiosas debería hacer sonar las campanas para la primera plegaria de la mañana; y se resolvió que aquellos que se levantarán más temprano deberían hacerlo. Si comprendiéramos la dignidad de esta campana que dobla para nuestra última plegaria de la noche, estaríamos felices de levantarnos temprano, y de esta forma, que fuera nuestra así como es de aquél para quien efectivamente es. La campana dobla para quien cree que dobla por él; y aunque se interrumpa y guarde silencio, por ese breve instante está unido a Dios. ¿Quién no levanta la mirada hacia el sol cuando éste se levanta? Pero, ¿quién no aparta su ojo de un cometa cuando éste estalla? ¿Quién no inclina su oído hacia una campana que suena por cualquier ocasión? Pero, ¿quién puede dejar de escuchar a esa campana que está trasladando una parte de él fuera de este mundo?

Ningún hombre es una isla, enteramente independiente; cada hombre es parte de un continente, una parte del todo. La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy involucrado en la humanidad, y por lo tanto, nunca mandes a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti. Y esto no puede ser llamado ni una exigencia de sufrimiento, ni un préstamo de sufrimiento, como si no sufriéramos lo suficiente por nosotros mismos, pero debería traer un poco más de sufrimiento al otro, así como nosotros tomamos el sufrimiento de nuestros vecinos. Verdaderamente sería codicia excusable de nuestra parte si así lo hiciéramos, pues la aflicción es un tesoro, y ningún hombre tiene suficiente de ella. Ningún hombre tiene aflicción suficiente si no madura y crece a causa de ella, y si esa aflicción no lo hace digno de Dios. Si un hombre cuenta su tesoro en lingotes o en oro, y cambia una parte de él por monedas, su tesoro no costeará su viaje. La tribulación es un tesoro en sí mismo, pero no es moneda corriente que pueda ser usada, excepto si lo usamos para acercarnos más y más a nuestro hogar, el Cielo. Otro hombre puede estar muy enfermo, y enfermo de muerte, y su aflicción puede yacer en sus entrañas, como el oro en una mina, y puede ser inútil para él; pero esta campana, que me cuenta de su aflicción, cava en esa mina y me permite a mí usar ese oro, si considerando el peligro que otro corre, comienzo a contemplar el mío, y me encomiendo a mí mismo recurriendo a Dios, quien es mi única seguridad.

 

Comment:

Considerando a esta pieza como “producto de su tiempo” [mediados del S.XVII], me parece que su aseveración de la interdependencia de los seres humanos pierde un poco de su fuerza para los modernos. Es decir, Donne comprende al mundo como una creación divina interconectada, donde todos comulgamos ante el mismo Dios, el creador, dirigidos por sus vicarios en la Tierra, esto es, los ministros religiosos de la religión cristiana y que esto es lo que nos une. Aunque creo que todos aceptaríamos la primera parte del razonamiento una vez que le quitáramos la palabra “divina”, creo que pocos estarían de acuerdo en la segunda parte.

Y sin embargo, por supuesto que:

1. Parece ser que ningún hombre es una isla, (aunque quizá tampoco es la metáfora más apropiada, puesto que las islas tampoco son autosuficientes como ninguna parte del mundo lo es), pero no porque una unión espiritual sea la única forma de vivir, sino porque la vida sólo existe en la comunicación.

2. La muerte de cualquier persona es importante para nosotros, aunque supongo que no porque nos recuerde nuestra mortalidad, sino porque la vida confiere dignidad en sí misma, y también porque la destrucción de ella es irremediable, y lamentamos todo lo que está fuera de nuestro alcance cambiar / arreglar. (Esto último es una de las diferencias centrales en la concepción moderna y la del Renacimiento, los modernos aspiramos a la “objetividad”, a “una concepción del mundo sin hablar de nosotros mismos”.)

3. La aflicción puede ser positiva, puede hacerte crecer, pero sólo, como Donne brillantemente observa, cuando la conciencia del sufrimiento te hace madurar, esto es, a través de un trabajo interno. (Aquí habría otra diferencia, ya que este trabajo interno realizado por la conciencia, que convierte al sufrimiento en la  materia prima de la reflexión, en la opinión moderna, debe producir una autoconciencia mayor, una independencia mayor de los dogmas espirituales, una unión con nosotros mismos y con la naturaleza humana, aceptando también los misterios que están fuera de nuestra concepción, pero no necesariamente identificándolos con Dios, ya no digamos con el Dios de la Cristiandad.) 

No obstante, parece que después de que alguien muere sí es como un capítulo arrancado y desaparecido. Es decir, cuántas personas no han muerto sin dejar un solo recuerdo y se han disuelto en el pasado. Por supuesto que los vivos somos quienes nos esforzamos en que esto no suceda, pero nunca queda muy claro si es porque estamos negando nuestra propia vulnerabilidad o porque de veras creemos que su memoria no deba pasar…

En definitiva, en contexto, su meditación es sólo un excelente ejemplo de “La Gran Cadena de Ser”, una idea en la que ya nadie cree y que a lo más es considerada como un “curioso intento por explicar una naturaleza infinitamente diversa y sin embargo unida”. A los modernos nos hace pensar, sin duda, y nos parece el antídoto perfecto a la individualidad, pero ¿tenemos una explicación no religiosa o de plano veneramos ya la diversidad, la unidad, el recuerdo y la conciencia para no venerar nuestro aislamiento?

Tuesday, 4 May 2010

Un Enunciado: Uno no es ninguno…

       Un solo enunciado no es suficiente para construir un párrafo. Sólo por eso he incluido dos para expresar esta idea. Supongo que la meta referencia puede sonar a arrogancia o a burla, pero no es así. Cielos ya son tres; cuatro. Sí, cuatro… Diablos, ya lo arruiné… me parece.

Tuesday, 29 September 2009

Algo Inexacto

(Se supone que esto iba a formar parte de un cuento en el que estoy trabajando, pero ya me lo pensé mejor y será radicalmente distinto a como lo había pensado en un principio. Sin embargo, creo que esto "quedó bien", una de esas pocas cosas que funcionan sin mayor contexto...)

Una pequeña tormenta había comenzado de improviso. Llevaba algunas horas con la cabeza inclinada sobre mis libros, estudiando, sin recordar el día soleado que había terminado hacía varias horas. De repente escuché el ruido sordo de un siseo murmurado a través de la ciudad, que de inmediato envolvió a mi cuarto oscureciendo mis oídos con su pesadez. Me levanté y miré por la ventana. Las gotas eran tantas sobre los incipientes charcos, que el sonido y la imagen no se correspondían ni se balanceaban en mi mente. Apagué la luz y me pareció que la voz de la lluvia había estado siempre ahí, recordándome cuánto solíamos disfrutar las caminatas vespertinas y nocturnas durante las lluvias de verano. El cabello escurriéndose sobre la frente y la frescura que contagiaba, como inocencia suspendida en el tiempo, que no necesitaba futuro ni perspectiva.

Este año, la temporada de aguas tardó en llegar. Por momentos creí que jamás lo haría, y dudé que mis recuerdos húmedos fueran verdaderos. En la oscuridad de mi habitación, el volumen de la tormenta era cada vez más débil, mi melancolía aumentaba. Hay una especie de profunda y emocionante dignidad en el vicio de la nostalgia. Sonreí al darme cuenta que había leído eso en alguna parte. Quizá en los textos que conmemoraban lluvias pasadas. Guardaba todos ellos debajo de mi cama, para ayudarme a dormir, y también atesoraba algunas otras cosas al ras del piso. Todas relacionadas, contando diversas partes de una misma historia.

Las luces se reflejaban en el lienzo que la tempestad creaba en las calles y te escupían a la cara. Rastreaban el brillo de tus ojos a través del vidrio incrustado en la pared y pintaban las cortinas de un azul demasiado pálido para ser un azul real y demasiado invasor para ser simple claridad. Las hojas de los árboles brillaban y estaban quietas, el viento era imperceptible.

Pensé en llamarte por teléfono para compartir la exaltación nocturna y me detuve. Ya era muy tarde, más de medianoche. En otro tiempo no me habría importado, pero ahora, siempre me andaba con cuidado. La antigua confianza y complicidad de nuestras vidas se habían esfumado, como si el sol y el calor que evapora la armonía de las gotas amenazaran mi refugio solitario. Suspiré, imaginando sólo que en mis ojos brillaban los tuyos y no ese estúpido destello del recuerdo de alguna caminata en la lluvia. Pero mi mirada seguía fija en los charcos, el único sitio donde la lluvia era visible. Mis ojos lo devoraban todo, incluso a mí.

Friday, 1 May 2009

Sobre la Poesía

He estado trabajando (mentalmente) en acomodar algunas de las ideas que conforman el cuerpo de mis teorías sobre el arte, el lenguaje y la poesía (no sólo la poesía, sino la literatura en general) y tal parece que ya he de comenzar a redactarlas. Ésa es la parte más difícil, aunque ya tenga más o menos claro qué es lo que quiero decir. Supongo que por eso no me he concentrado en redactar nada, porque me he cansado de dedicarle horas a una cuartilla. Sin embargo, hace tiempo leí un ensayo de un poeta francés contemporáneo, Jean-Michel Maulpoix, que trataba de definir qué es la poesía mediante tres pares de opuestos. (Y los opuestos son siempre formas adecuadas de expresar patrones y balancear ideas, una manera sencilla y atinada de acomodar los pensamientos sobre la realidad). Las parejas son:

1. Avanzar / Regresar (Relacionada con el material de la memoria y la proyección al futuro de la lírica, la melancolía y el entusiasmo.)

2. Buscar / Encontrar (Curiosamente la palabra "troubadour", nace de "trouveur" -"encontrador", así que la búsqueda -de saber- es una actividad inherente a la creación poética... ahora sólo habría que encontrar qué buscar...)

3. Cortar / Pegar (Fracturar las ideas para ensayar nuevas formas de armarlas, como un medio para conocer. Esta pareja de opuestos también parece estar relacionada con que la poesía es un trabajo de "fragmentos", "inacabado"...)

La conclusión del ensayo de Maulpoix combina de forma interesante en la figura del poeta la sensitividad exacerbada y la consideración y meditación sobre el tiempo y la tristeza...

En varias palabras: ensayo fascinante :D (Lo reeleré antes de comenzar mi trabajo)

Sunday, 31 August 2008

El Momento

Hay, entre los días tranquilos y nublados, algunas horas insensatas, casi lluviosas, como absurdos presagios de muerte, que me provocan un agudo dolor en la nuca. Nada de lo antes vivido me parece más terrible que esos breves momentos de lúcido reproche que se me enroscan en los tobillos y me taladran el pecho.

Una vez, alguien sentado a mi lado dibujó dos o tres retablos sangrientos y blasfemos. El verde de la piel sobre el lienzo, el rojo purpúreo de la sangre sobre la piel del lienzo, mis ojos hundidos y llorosos derramados sobre el líquido que manchaba la piel que adornaba el lienzo: todo ese presente de pasión hoy es pasado. Pero aún, casi cada persona que se cruza en mi camino y sonríe con talante sereno, se me figura a ese artista improvisado cuyo fantasma se pasea entre mis manos que respiran vida y entre los pliegues polvorientos de mi memoria.

No había notado, en más de siete años, que la vista de ciertas personas o ciertos paisajes perturbaba mi corazón y mi cuello, dando el mismo efecto que el causado por presenciar los errores ortográficos grabados en los cristales de los autobuses. Lo noté hasta hace un par de días, cuando los cabellos excesivamente rizados y dos ojos enormes, inmóviles, suspendidos por la fuerza magnética del monstruoso y gordo cuerpo de una madre me golpearon con su verdad.

Lo que jamás se había escapado a mi mente eran las risas nerviosas de otros tiempos y mi peligrosa ingenuidad, que como una nube de mediodía contaminaba cada rincón de pureza en mi habitación.

Caminaba por el parque de siempre, el único parque que conozco, el único lugar que nunca se ha separado de mí, y el único que no me tortura con momentos ni sensaciones. Recordé cómo sus cabellos me acariciaban meciendo las circunstancias en no menos de seis sílabas. Siempre afirmaba la desesperación sin que nos diéramos cuenta que era un lugar común.

—¿Recuerda a su hija mayor, la delgada y escurridiza jovencita cuyo nombre era el de una hermosa ave?

Temí que mi confesión tan patética comenzara brillante de ridícula dulzura y decayera hasta convertirse en un triste desvarío. Tanta desolación y escalofriantes memorias se apretujaban detrás de mis ojos, que me sentía en la banca de algún jardín psiquiátrico, escupiendo mi vida entre temblores y falsos exorcismos.

No tuve que esperar a conocer la respuesta. No era necesario saber si ella aún se acordaba o si se había marchado para siempre entre densas nieblas de locura, pues yo aún percibía en el dorso de mi diestra los toques de sus manos torpes, y en mis oídos perturbados estridentes cantaban sus gritos de desamparo.

Cuando hubo desaparecido de mi cotidianeidad estudiantil, me dije que seguro estaba con su padre. Pero sólo lo dije porque no supe jamás nada de él. Ahora que lo analizo con calma, no había razón para creer algo así, pero aquella posibilidad había sido tan lógica como plausible y había traído tanta tranquilidad a mi culpa, que me era imposible separarme de ella.

Ocurrió un día cuya mañana se ha desvanecido de mi memoria, un año después de la última vez que nos habíamos encontrado. Yo estaba en casa, dormía. En medio de mis sueños, como ruido de fondo, como sonidos incidentales, llegaban hasta mi mente los ritmos pesados de los tambores: la banda de la escuela ensayaba para el mismo concurso del año anterior. Doce meses antes la tarde era soleada, ahora era nublada y soplaba un viento fresco de finales de mayo. A ratos, el sol se asomaba de entre las amenazas de lluvia, a ratos no. Todo era la oscuridad de mis párpados cerrados.

No sé exactamente qué me despertó: el sonido de las torretas, de los autos, los murmullos, los gritos de los vecinos. Mi cuerpo se estiró en un estremecimiento involuntario y abrí los ojos. El aire que entraba a través de los vidrios de la ventana me molestaba. Me levanté y caminé hasta la puerta.

La gente se hallaba en corros en los resquicios que dejaban los automóviles aparcados en el estacionamiento. Habían hecho lugar para una ambulancia y varios autos de policía. No había visto tanta gente reunida desde el último terremoto. Pero esta vez las macetas se hallaban inmóviles y no se veía la razón de la angustia general.

Recorrí dos o tres veces los grupos de personas sin buscar a nadie en especial. ¿Cómo iba a saber que las fallas continentales de mi desesperación habían encontrado nuevas tierras que fragmentar? Los telones parecían caer desde el cielo hasta cada una de las dudas que las personas se atrevían a compartir entre ellas. Padres, madres, hermanos, vecinos, dos o tres amigos. No recuerdo si realmente tenía amigos o solamente hablaba conmigo. Seguramente no tenía amigos, pero la conocían muchísimas personas.

—He notado que su hermana es igual a ella. Sólo que muchísimo más orgullosa, más presuntuosa. No me conoce, mas yo la conozco. Sé su nombre. La reconozco cuando abro los ojos a medianoche y vuelven a atormentarme esas conversaciones.

Siempre me hablaba de miles de cosas que no me interesaban. Cuando yo hablaba, me daba cuenta que no podía entenderme. Se esforzaba por hacerlo, pero no lo lograba. Yo comprendía cabalmente todas las palabras que salían de su garganta, pero no me importaban. Aquello que me fascinaba era lo que más temía mi incipiente deseo de conocimiento: sus ataques de furia.

Mis ataques de furia nunca habían sido tan explosivos ni tan censurables. Siempre sucedían en situaciones donde estaban hasta cierto punto justificados y mi retórica no dejaba pasar uno solo de esos sucesos sin explicarlo con ejemplos o argumentos bellamente tejidos. Los veía sólo como un ejercicio mental.

—Una vez se levantó, arrojó unos lápices y un libro hacia la cabeza de alguien. ¡Ja! Fue muy divertido. Su cabello bien atado desapareció entre los trozos de vidrio. Vi cómo su llanto se desperdiciaba en el piso. Y me quedé en silencio.

Meses antes de la confusión en el vecindario, una pareja de amigos se sentó a nuestro lado durante el descanso. Los cuatro estábamos hartos de las clases. Ninguna lectura parecía satisfacer nuestros intereses. A mí no me cabía duda de que el aniversario de mi muerte se hallaba ya muy cerca. Mi amigo y su novia comenzaron a presumir sus estudios de geometría, que sólo lo eran porque se hacían con un compás. Ofrecieron favorecernos con una demostración: observé cómo clavaba la punta metálica en ella y cómo la jalaba hacia él, con firmeza, sin furia.
Justo en ese momento desarrollé la habilidad que más aprecio hasta el día de hoy, la habilidad de cerrar los ojos, tragar saliva y crear un nuevo "yo", inmune a cada inesperada sensación escalofriante escurriéndose sobre mí. Aquella creación, siendo la primera, tardó unos cuantos segundos, que duraron milenios sobre mi conciencia.

Estuvieron sangrando un rato, unos diez o quince minutos, y entonces tomó mi mano para salir de ahí. Los dejamos a los dos solos. Era como estar en un árbol, guardando la compostura, observando los abismos que se abrían entre las olas del mar. Ninguna llanura había quedado libre de los arados. Todo era ocupado por esos campesinos mal vestidos y heridos, que recorrían una y otra vez campos propios.

—Le dije que no sentía lástima por ninguno de los tres y que no pensaba que en algún momento iba a sentir vergüenza por aquellas siembras decepcionantes.

Dije la verdad en todo, pero el tiempo probó que me equivocaba. Ahora no sólo siento pena, sino una necesidad imperiosa de cubrirlo todo, como la tierra cubre los cadáveres y el sol los convierte en polvo.

—Le dije que debía intentarlo.

En realidad no lo recuerdo, sin duda debí haberlo dicho, yo o alguno de ellos. Cuando se trataba de vanagloriarse, éramos tan inexpertos que no controlábamos nuestras palabras. Lo recomendábamos para asegurarnos que sabíamos lo que hacíamos, que disfrutábamos todas esas ocupaciones ociosas y degradantes.

El jugo de frutas frescas cubría mis manos y bañaba mis dientes, que nunca han sido demasiado derechos ni demasiado funcionales. El trabajo es siempre de mi lengua y de mi mandíbula. Todo mi rostro se entrega a las coyunturas y a las articulaciones, sólo mis manos viajan y se ocupan sin preguntarles su opinión. Era tan dulce lo que bebía y mi pulso se detenía cuando nos mirábamos directo a los ojos.

La gente que caminaba entre la ambulancia y los agentes preguntando qué había sucedido desconocía todo eso. Me preguntaba quién había caído o si acaso sólo se había tropezado.

—Le dije que no se acercara tanto al pozo, que era cuestión de lanzar un par de monedas como se lanzan a una fuente, con la esperanza de recuperarlas años después, como se pierden en el océano.

No puedo asegurar que lo dije, sin duda debí haberlo dicho.

Había perdido mi capacidad para leer e interpretar. Sólo me detuve a pensar en lo que había sucedido entre las personas que me conocían y aún no negaban mi presencia. Pero no había nadie a mi lado y mi reflexión concluyó pronto. Yo también me acerqué a los curiosos, fingiendo que no me interesaba mirar, jugando a estar ahí de pasada, sin intención.

Lo que temía había ocurrido: mi conversación se había convertido en una especie de catártico suplicio, absurda subvención de sentimientos, mas dejó de importarme de inmediato. Ninguno de mis dedos podía ayudarme ahora a detenerme, a tomar una rama o algún filón saliente de una roca. No me era posible quedarme cerca de mí, las casas habían comenzado a desmoronarse con lentitud.

—Nunca supe dónde diablos estaba. ¿Lo sabe usted? Vi que nada cambió y pensé que regresaría en poco tiempo. Pero la rutina ocupó cada espacio con su cinismo habitual y cada día me parecía igual a los anteriores. Parecía que nunca habían pasado semanas ni meses. Hasta hoy me doy cuenta que han pasado varios años y ninguno de los cuatro regresó. Nunca supe dónde diablos estábamos, no puedo ir a buscarme.

Su madre siguió sentada en el sitio de siempre: luego de un tiempo la encontré ahí, hablando con las mismas personas de otras veces. Pensé que las habladurías infundadas de los vecinos eran falsas. Había tantos nombres flotando en las alas de aquella tragedia, que ninguno era más verosímil que otro. Me tranquilicé y seguí en mi desvarío. Hacía años que no veía a ninguno de mis dos amigos, por lo que lo sucedido se evaporó como las gotas de lluvia. Al día siguiente salió el sol.

Yo no volví a verla. Pero, ¡diablos! Tampoco era que nos viéramos a diario, es más, había pasado un año sin que cruzáramos palabra. Si había sucedido tanto en una tarde, cuántas cosas no habían podido pasar en un año…

Cualquier cosa podría haber acontecido, algo que no incluyera ninguna herida, ningún traumatismo, ningún sueño ni ningún descanso. Tal vez algo agradable, una cura menos colorida para los problemas diarios. Sí, seguro eso fue. Nada apunta a que haya sido mi culpa. Tantas cosas suceden sin razón, y el tiempo se detiene unos segundos. Esos segundos que dividen lo que fue de lo que será a partir de entonces.

Pudo haber sido cualquier cosa. Una de esas verdades sagradas hechas de granito, que se rascan para obtener un pequeño souvenir: una o dos pizcas de polvo. Una de esas verdades que empiezan a resquebrajarse hasta que terminan por romperse justo por la mitad. Una de esas verdades que existen para refugio de tu cordura durante toda la vida.

Wednesday, 23 July 2008

Sustracción

Amplitud de nuevos años que no sucedía desde hace mucho tiempo, habla de nuevo con tu voz de soledad innecesaria, y calla las voces de los nuevos absurdos. Han murmurado mis sensaciones y me han confesado la verdad: sólo será un momento, sólo lo necesario para respirar y me iré. Bien, obsesión, si prometes recuperar mi cordura y resguardar este valle estacado, caminaré balanceándome en el punto falso del universo, cruzaré el puente de madera carcomida por la lluvia. A cambio sólo te pido un sencillo favor: avísame si puedo interesarme por mí, anúnciame tus juegos para la próxima ocasión.
Como las gotas de agua que salvan de las olas asesinas, pareces carenar las cuadernas de mi perdición. Es un trabajo muy sencillo, pues mi vacío estómago no ha sido viciado en una semana y su rueda de molino trabaja para digerir mis reflexiones. Aquí, los chorros de paz inventan nuevas formas de hacerme perder el equilibrio. Al salir de aquella madriguera con la temperatura de un horno italiano, miro al cielo y absorbo el viento al tiempo que golpea mi rostro. En la lejanía, dibujando el horizonte de los cuadros de adobe y ladrillo rojo, surge de entre las copas arbóreas un sueño fantástico. Casi como Atenea o sus ínfimas musas voltea, nota mi mirada y taladra en mi cabeza. Dos segundos después me impide gritar. Efervescencia agresiva desde el interior de un volcán escupe lava de excusas y justificaciones.

En ese espacio paralelo que forman las cuadras vulgares escucho un grito amortiguado por la sordina de las ventanas ojivales: sustráete a la pasión.

Y si, de la mejoría de campos minados recuperas tu piel, la alegría de la sencillez es plena y llena con su estima. Y si, por la timidez de tu sonrisa obligo a mis hojas a flotar ante mí, podría necesitar menos que tú, y el ajetreo jalaría mis cabellos hasta arrancarlos, expresando sólo el eximio final.

Aquí mi sonrisa enferma y aclara, pues también a través del humo el mundo es diáfano y suena, calla y resuena. Silencio.

En el alba y durante el tiempo que falta para el atardecer, que asesina al que fue una vez el nuevo día, que hace nacer al que lo asesinará otra vez, en todo ruido violento, hay siempre silencio.

Todo me hace detenerme, y hoy soy menos. Antes al menos me observaba bien: me has sustraído. Si me sustraigo a las pasiones, libero las consecuencias de las situaciones. Me sustraigo, pero sólo me arrobo en la enajenación.

Pierdo. Caigo.

Y una vez más… Silencio.

Trapped

“…We look before and after,
and pine for what is not…”

Percy Bysshe Shelley



Cuando la dolencia en mi cabeza me domina en forma sutil, puedo mirar a través de la terrible oscuridad de la alameda. Entonces, ya no practico fingir un perfecto estado de salud. Mis ojos giran en más de una dirección para cerciorarse de la habitual soledad. Así es mejor, de lo contrario, comenzaría a hablar y notaría a la indolencia excitando mi mal humor.

Sé que debería estar haciendo otra cosa, sí, lo sé. Hay montañas de pendientes trabajos acumulándose a mi alrededor, posados con presunción sobre el escritorio a guisa de calvario. Mas no me importan, no ahora; ahora la eufonía del nerviosismo o tal vez sólo mi mente pueden aún llevarme a algún lugar inaccesible para los demás.

En ocasiones me llevan a pensar en el futuro, mas como éste se vislumbra pésimo, las más, me regresan al pasado. Me recuerdo pensando en el presente e imaginando tiempos optimistas aún por venir. Veo justo lo que puede verse desde la ventana de un apacible hogar: un sueño de actuar con la mesura de los notarios, o inspirar confianza como un conciliador abogado, quizá campear entre los estadistas. Cualquier ocupación que libere de la admonición o la censura.

Puede haber un momento en el que se sospeche al día siguiente como algo grandioso sólo por ser desconocido, y sin embargo, nace decepcionante. No sé qué esperaré y no sé si llegue alguna vez. ¿Sufriré siempre por el pasado y desesperaré por el porvenir? ¿Qué pasó con el aquí y el ahora? ¿Dónde está el presente?

Puede ser una irracional farsa o un peligroso error, pero está justo en medio de la esperanza y la desilusión. Es la persistencia del sol, la pasividad de la voluntad, el principio de la agonía: la verdadera muerte. Después de todo, uno no muere cuando el cuerpo se paraliza, sino cuando la paciencia se rinde a la suprema angustia en una batalla perdida contra la fatalidad que en ocasiones dura demasiado. Si se nace mortal siempre se camina hacia la muerte.

Sunday, 13 July 2008

Conversación Junto A La Cama De Un Doliente


“ Death is the high life’s meed ”
John Keats



Joven como era, se encontraba descansando contra su voluntad sobre una fresca cama blanca. Las sabanas parecían lijas que se turnaban para lacerar su tersa piel. No quedaba ya mucho de la lozanía que días anteriores había robado tantas miradas en las calles. Junto a su lecho hacían acto de presencia dos o tres aparatos, hijos de la más novedosa tecnología, que aún siendo tan útiles y magníficos, no alcanzaban la condición de milagrosos. La puerta del cuarto se abrió sin hacer el mínimo ruido: en este inmueble privado cada semana se encargan de refrescar los goznes con aceite caliente. El convaleciente recibió a su amada incondicional, quien largo tiempo había permanecido ausente. Ambos corazones estaban inflamados de la misma multitud de sentimientos, tan arrebatadores como sinceros: compasión, arrepentimiento, afecto y otros miles, para cuya descripción todavía no ha descubierto nuestro lenguaje imperfecto palabras lo suficientemente capaces. Sin embargo, y que agradezca nuestro corazón, a diario rebosante de púas despiadadas, sí hemos creado vocablos que, sin expresar nada, son más valiosos que el oro en ciertos momentos. Como prueba, escuchemos el saludo sin intención de quien cruzó el limpio umbral hace un par de segundos:

—¿Cómo estás?

Entreabriendo los ojos se vislumbró la respuesta:

—Casi bien. Pero...

Luego de que una penosa pausa interrumpió el apenas iniciado diálogo, la joven garganta postrada por extrañas situaciones, murmuró en un suspiro que quiso extinguirse sin darse importancia:

—Supongo que muy pronto me iré. Ya lo siento.

—¿Qué es lo que sientes?

—Ya sabes, siento que no falta mucho para la muerte.

—No puedes decir eso. ¿Cuántas veces has estado al borde de ella? ¿Cuántas veces has percibido sus embates cercanos como para asegurar que reconoces las señales de su acercamiento?

—Siempre.

—Nunca hasta entonces habías estado al borde de la muerte.

—Te equivocas. Siempre lo he estado. Desde mi nacimiento no he hecho sino caminar hacia ella. A veces pienso que no sé si la verdadera razón de vivir es la muerte.

—¿De qué hablas?

—De que siempre he sabido mi prometido final, pero hasta ahora he podido comprender lo que significa. Los dolores me abrasan como nunca lo hizo el tibio sol en mis días más felices. La ansiedad me baña con el sudor del remordimiento por todas las cosas que hice, y el pesar que trae con ella no es comparable con el culpable placer del que gocé alguna vez. En realidad puedo decir que siempre la muerte me había acechado, sedienta de mi sangre, hambrienta de mi carne mancillada; si bien nunca, hasta hoy, he logrado comprender que estos escalofríos, estos temblores son causados por sus huecos pasos que se dirigen a cerrar la última ventana de mis esperanzas.

—¡Ah, ya! Efectivamente te escucho y creo que al menos en forma incompleta, como sucede de continuo con los pensamientos expresados mediante la palabra, alcanzo a entender tus dolorosas ideas. Pero hay algo confuso. Hablas como un ser humano que escucha, ve, gusta, huele y siente con su cuerpo criminal. ¿No sería buen momento para dejar de escucharlo, después que sólo te ha ofrecido frutos jugosos pero estériles?

—¿Qué quieres decir?

—Que si es verdad que nuestros conocimientos provienen de los sentidos, también esos estremecimientos presagio de la muerte proviene de ellos, ¿no es así?

—Pues poco más o menos.

—Sí, bueno, en fin. Lo que intento decir es que tu saber sólo funciona en tu carne apasionada, arrebatada a diario por los furores y dada, eventualmente, al desfallecimiento. Por lo tanto, relégalos, como hijos de una experiencia imperfecta. No pienses más en si debes decidir no expiar o confesar tus pecados; de lo que has hecho hasta ahora ya se hará la cuenta final y veremos después cuál es el resultado. Por ahora descansa, juro que te pondrás bien, mientras mires con ojos mucho más expertos.

—Me gustaría mucho que en realidad escucharas tus palabras y las creyeras, pero sé que tú no cifras tu fe en la supremacía de la razón sobre el corazón y veo, con tristeza, que la seguridad de la que haces gala es sólo la máscara que vistes como forma de darme ánimos para el postrero momento.

—Te equivocas. Sí, es cierto que yo nunca he creído en el poderío de la razón, pero no te hablo de eso ahora. Mis palabras no contradicen mis creencias. ¿Me hablas de que has sentido a la muerte siempre cerca de ti y que hasta ahora te das cuenta que era ella? Pero has sentido con el cuerpo y hablas con el cuerpo ahora. Mira con tu espíritu y verás que no notarás nada sobre la muerte. En nuestra alma se encuentra grabado como sobre piedra la idea de la inmortalidad, la única idea que es verdaderamente humana.

—Qué hermoso hablas. —Y se dibujó en aquel maltratado rostro una triste sonrisa.

—¿Me crees?

La joven se quedó esperando la respuesta. Mas cuando observó que él había exhalado ya su último suspiro, murmuró:

—Lo sabía, sabía que te pondrías bien. No puedo sino amar la tranquila condición en que ahora te hallas, ya que no puedo envidiarla, puesto que tú no la disfrutas.

Dirigió sus pasos hacia la puerta y salió.

Saturday, 12 July 2008

Los Solitarios

Calma, despacio. En realidad no es tan complicado como cualquier otra cosa. Es sólo cuestión de estar aquí, de pie, sin dormir, y moverse. Pero la prisa, ¡vaya! Eso siempre es un problema. No es rapidez por conquistar el destino, es angustia por hallarlo. Así, mientras el pienso verde aclara de golpe sus saludables tonos, el cielo se oscurece un poco, a pesar de apenas haber anunciado al mediodía.

El semblante y el corazón son discordantes gotas de lluvia balanceándose entre la amargura de la desesperanza y la dulzura de la vida decantándose con lentitud ante los días.

El azar era una serpiente de colores brillantes, titilando entre los cabellos del parque, dibujando eses engañosas y seductoras. Marchaba delante, no hacía sino marcar mi camino, hasta que de improviso se detuvo un segundo, incorporó su cabeza junto con la parte delantera de su majestuosa figura, tensó su cuerpo y saltó hacia el cuello del caminante que precedía mis pasos. Me paré en seco, mientras el reptil producía un ruido extraño, casi un bufido en el cuello de su víctima, quien, en un espasmo de supervivencia, agitó su mano derecha, arrojando de un empujón brusco a la serpiente. Ella salió volando hacia donde me encontraba, y me golpeó quedamente en el tobillo izquierdo, en el instante preciso en el que me disponía a levantar mi pie para dar un paso. Fue un golpe ligero, casi como un latido, así que no me importunó, pero no supe cómo, cuando volví a levantar mi pie, la mitad del cuerpo sinuoso se había enredado en mi tobillo, manteniendo la otra parte en el suelo, por lo qué tropecé y, aunque no caí, todo mi ser se sobresaltó. De un brinco superé a la serpiente.

—¡Demonios! ¿Por qué…? Casi me…

No obstante mi voz en grito, la anterior presa del reptil se hallaba ya un poco lejos, y no hizo caso a mi maldición.

—¡Hey!

Grité de nuevo, esta vez con más suerte o con más ánimo, pues conseguí que el caminante diera media vuelta y me mirara de arriba abajo, descubriéndome su rostro juvenil y cansado, así como su cuerpo, esbelto, pero un poco menos perfecto que aquél espléndido del azar. No supe qué decir, pues ahora tenía la atención total de un interlocutor desconocido, que además, me observaba estupefacto y casi podría asegurar, algo receloso. Me límite a repetir mi interjección, esta vez en voz más baja y sin agitación, al tiempo que me acercaba a él.

—La serpiente, saltó de pronto, la serpiente en tu cuello —balbuceé mientras señalaba de mi garganta a mi tobillo con mano temblorosa—, me hizo tropezar.
—¡Ah! Lo siento, sólo quería quitármela de encima, no pensaba molestar a nadie. No te había visto. Perdón.
—No importa. —Dije, y sonreí.

Sonreí con mi mueca más lozana y alegre, con un movimiento sincero, convulso, sin visos de la hipócrita cortesía tan común últimamente, pero el joven no me veía ya. En cuanto pronunció sus disculpas, giró su cuerpo para darme la espalda. Ahora seguía su camino. Troté un momento y lo alcancé, tomándolo del brazo.

—Hey, ¿caminas?

Mi interlocutor giró los ojos en una obvia expresión de fastidio y burla.

—Eh, sí. ¿O qué parece que hago? —Preguntó con sarcasmo.
—No lo sé. Lo dudé por un segundo.
—¿Qué dudaste?
—Dudé que caminaras. —Respondí con decisión.
—¿Eh? ¿Por qué?
—No lo sé.
—Ah, ya. —Murmuró aburrido.
—Es decir, no deberías caminar solo. Caminar no es una de esas actividades que uno debería hacer solo. Es como comer o como el amor, inclusive. Si uno lo hace solo, si uno come sin compañía, por ejemplo, cumpliría su cometido, la actividad se realizaría y se haría bien, así, sin más, sería “funcional” —y aquí me detuve un momento para tomar aire—, mas se privaría uno de lograr una actividad igual de “funcional” pero mucho más divertida. No sé, mucho más memorable.
—¡Ah!
—Pienso…
—¿Actividades memorables? Hay mil actividades inmemorables que se llevan a cabo a diario, ¿y qué? ¿Por qué caminar habría de ser distinto?
—No lo sé, tal vez se lograría más durante la caminata. ¿Qué tal mirar el paisaje? ¿Ver lo que hay alrededor?
—¿Eso se lograría caminando con alguien? —Preguntó mi interlocutor, quien gradualmente iba incluyéndose activamente en la conversación.
—Quizá, lo qué sí sé es que no se logra a solas.
—Pues… Tal vez si uno caminara con alguien sería peor, ya sabes, la obligada plática distraería la observación.
—No tanto —contesté con rapidez— la plática podría ser acerca de lo que se ve. Sin embargo, caminando uno solo, va uno tan absorto en no sé qué, que el paisaje te salta al cuello y no lo notas.
—Pues… —Y el joven se río en voz baja de mi comentario.
—Por eso, no deberías caminar sin compañía, en qué peligros te…

En ese momento giró su cuerpo hacia mí, escudriñándome una vez más, pero en esta ocasión lo hizo como tratando de encontrar algo desesperante y repulsivo en mi persona. Sin duda, mi valoración de su tarea actual le había molestado, o sólo le había enojado un poco el hecho de que, sin conocerlo, le hiciera una observación que sonaba a reprimenda y mandato a la vez. Guardé silencio.

—¿Ah, sí? ¿Y qué hay de ti? —Inquirió desafiante.
—¿De mí?
—Caminas sin compañía. Si hubieras ido tres pasos delante de mí hace un rato, la serpiente habría atacado tu cuello y no el mío, y, ya que caminabas a solas, no te habrías prevenido tampoco. Así que, ¿por qué no te aplicas tus consejos en lugar de intentar dármelos?
—Yo no camino sin compañía. Camino contigo.
—¡Bueno! —Respondió el joven encogiéndose de hombros, en actitud de hastío—. Ahora sí, pero fue hasta hace poco. Antes…ambos caminábamos solos, tú detrás de mí. Un par de solitarios.
—En absoluto —negué con la cabeza—, yo caminaba contigo. Ya había decidido estar contigo, caminar contigo, porque sé lo peligroso que es caminar sin compañía. Por esa razón, pude ver cómo la serpiente se detenía en su andar, se incorporaba enhiesta y un abrir y cerrar de ojos estaba en tu cuello. En otro par de segundos, tu mano como un abanico la derrotó, lanzándola hacía mí, haciéndome tropezar.
—¡Oh! ¿Viste eso? Podrías haberme hecho una señal.
—No, porque así como yo había decidido caminar contigo, tú habías decidido ir solo y distraído. Es por eso que mi consejo es para ti y no para mí, yo lo sigo religiosamente. Yo iba contigo, tú ibas solo, e incluso lo aceptaste hace un rato al decir, “no te había visto”.

—Jamás pensé que habría serpientes aquí. —Dijo mi interlocutor luego de un breve silencio, cambiando por alguna razón el tema.
—De esas serpientes hay en todas partes.
—¿Ah, sí?
—En todas partes, en todo el mundo, a cada paso que uno da, se esconden a veces entre la vegetación, pero están siempre…

Desvariaba un poco ya. Tal vez el reptil me había alcanzado la piel. Mi interlocutor se despidió de mí. Volvió a adelantárseme unos cuantos pasos y desapareció. Posiblemente dio vuelta en una esquina. Ninguno había mencionado ya nada sobre la controversia “caminar solo/caminar acompañado” apenas discutida. Yo no había mentido, todo lo dicho era una observación acertada. Hice una pausa, y me arrodillé para revisar mi pie. Sí, la serpiente había alcanzado mi tobillo. ¿Cómo lo logró tan rápido, si la había quitado de inmediato? Se había enredado en mí. De inmediato comencé a sentir el efecto del veneno: un mareo, un sudor frío bajando desde mi nuca, ojos nublados… Por un momento anhelé haber ido “tres pasos delante”: mi cuello habría salido indemne. A mí, el azar me había escindido la piel, y con la herida, me prohibía caminar sin compañía de nuevo.