Su corazón no tenía más que ventrículos
de diverso tamaño y sangre oxígenada,
arterias oxidadas, venas dolorosas
desde las cuales colgaban en sucesión
sesenta adornos de oro caprichosos,
unas cuantas frutas secas, crucifixiones,
santos, entre arpegios y florituras
(más adornos y cruci-ficciones),
maravillosos cuerpos femeninos desnudos
de curvas delirantes, absurdas,
que aún no valían para mucho, virtudes
rítmicas y musicales, entonaciones
de aves muertas, que admiraban los profanos
y sobre las que se escribían tratados.
Tenía además varias capas de sonrisas
arteras, como un carcaj fácilmente alcanzado,
grabado con algunas historias que desconocía,
así como yo no alcanzaba a conocer la verdad
de sus sentimientos: sus ideas que revoloteaban
como entre las flores veraniegas, otoñales
moribundas, más hermosas que el pasado
desidioso que se empeñaba en perderme
en sus ilusiones de cuentos; baladas
para dispararte con sus miradas.
Y cuando se sentaba cerca de mí me iluminaba,
cuando se alejaba un poco seguía su mirada
sobre mi decepción, declinándose en preguntas
como si realmente tuviera algo más que decir.
Sólo eso tenía su corazón,
todo bien temperado.
Le latía con firmeza, decidido y altivo
con un sonido brillante, alto, desconcertante,
mientras el mío temblaba y silbaba
desolado, vibrando novenas obsoletas,
pensamientos atropellados que se estrangulaban
como si no tuvieran más aire que el de alguna
otra línea de sílabas cortas.
Pero de pronto en su corazón no había espacio
más que para las lágrimas
y comencé a pensar que en su corazón
no había más espacio que para el amor,
en su corazón no había más espacio,
había sólo amor por mí.
Terminamos por derrumbarlo
con el crujido apocalíptico del juicio final.
Nunca me miró de nuevo
y se sentaba siempre lejos.
Soy un profano malentonando una canción
de una época pasada y bella,
donde el amarillo de las piedras
se confundía con las flores, esmeraldas nuevas,
donde todos podían mirar, (excepto yo)
que su corazón hablaba con sus manos,
escuchando mis ruegos y desdeñándolos
hasta que la lluvia de febrero estuvo inyectando
a la realidad con los miedos de siempre.