(Se supone que esto iba a formar parte de un cuento en el que estoy trabajando, pero ya me lo pensé mejor y será radicalmente distinto a como lo había pensado en un principio. Sin embargo, creo que esto "quedó bien", una de esas pocas cosas que funcionan sin mayor contexto...)
Una pequeña tormenta había comenzado de improviso. Llevaba algunas horas con la cabeza inclinada sobre mis libros, estudiando, sin recordar el día soleado que había terminado hacía varias horas. De repente escuché el ruido sordo de un siseo murmurado a través de la ciudad, que de inmediato envolvió a mi cuarto oscureciendo mis oídos con su pesadez. Me levanté y miré por la ventana. Las gotas eran tantas sobre los incipientes charcos, que el sonido y la imagen no se correspondían ni se balanceaban en mi mente. Apagué la luz y me pareció que la voz de la lluvia había estado siempre ahí, recordándome cuánto solíamos disfrutar las caminatas vespertinas y nocturnas durante las lluvias de verano. El cabello escurriéndose sobre la frente y la frescura que contagiaba, como inocencia suspendida en el tiempo, que no necesitaba futuro ni perspectiva.
Este año, la temporada de aguas tardó en llegar. Por momentos creí que jamás lo haría, y dudé que mis recuerdos húmedos fueran verdaderos. En la oscuridad de mi habitación, el volumen de la tormenta era cada vez más débil, mi melancolía aumentaba. Hay una especie de profunda y emocionante dignidad en el vicio de la nostalgia. Sonreí al darme cuenta que había leído eso en alguna parte. Quizá en los textos que conmemoraban lluvias pasadas. Guardaba todos ellos debajo de mi cama, para ayudarme a dormir, y también atesoraba algunas otras cosas al ras del piso. Todas relacionadas, contando diversas partes de una misma historia.
Las luces se reflejaban en el lienzo que la tempestad creaba en las calles y te escupían a la cara. Rastreaban el brillo de tus ojos a través del vidrio incrustado en la pared y pintaban las cortinas de un azul demasiado pálido para ser un azul real y demasiado invasor para ser simple claridad. Las hojas de los árboles brillaban y estaban quietas, el viento era imperceptible.
Pensé en llamarte por teléfono para compartir la exaltación nocturna y me detuve. Ya era muy tarde, más de medianoche. En otro tiempo no me habría importado, pero ahora, siempre me andaba con cuidado. La antigua confianza y complicidad de nuestras vidas se habían esfumado, como si el sol y el calor que evapora la armonía de las gotas amenazaran mi refugio solitario. Suspiré, imaginando sólo que en mis ojos brillaban los tuyos y no ese estúpido destello del recuerdo de alguna caminata en la lluvia. Pero mi mirada seguía fija en los charcos, el único sitio donde la lluvia era visible. Mis ojos lo devoraban todo, incluso a mí.
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