Sunday, 13 July 2008

Conversación Junto A La Cama De Un Doliente


“ Death is the high life’s meed ”
John Keats



Joven como era, se encontraba descansando contra su voluntad sobre una fresca cama blanca. Las sabanas parecían lijas que se turnaban para lacerar su tersa piel. No quedaba ya mucho de la lozanía que días anteriores había robado tantas miradas en las calles. Junto a su lecho hacían acto de presencia dos o tres aparatos, hijos de la más novedosa tecnología, que aún siendo tan útiles y magníficos, no alcanzaban la condición de milagrosos. La puerta del cuarto se abrió sin hacer el mínimo ruido: en este inmueble privado cada semana se encargan de refrescar los goznes con aceite caliente. El convaleciente recibió a su amada incondicional, quien largo tiempo había permanecido ausente. Ambos corazones estaban inflamados de la misma multitud de sentimientos, tan arrebatadores como sinceros: compasión, arrepentimiento, afecto y otros miles, para cuya descripción todavía no ha descubierto nuestro lenguaje imperfecto palabras lo suficientemente capaces. Sin embargo, y que agradezca nuestro corazón, a diario rebosante de púas despiadadas, sí hemos creado vocablos que, sin expresar nada, son más valiosos que el oro en ciertos momentos. Como prueba, escuchemos el saludo sin intención de quien cruzó el limpio umbral hace un par de segundos:

—¿Cómo estás?

Entreabriendo los ojos se vislumbró la respuesta:

—Casi bien. Pero...

Luego de que una penosa pausa interrumpió el apenas iniciado diálogo, la joven garganta postrada por extrañas situaciones, murmuró en un suspiro que quiso extinguirse sin darse importancia:

—Supongo que muy pronto me iré. Ya lo siento.

—¿Qué es lo que sientes?

—Ya sabes, siento que no falta mucho para la muerte.

—No puedes decir eso. ¿Cuántas veces has estado al borde de ella? ¿Cuántas veces has percibido sus embates cercanos como para asegurar que reconoces las señales de su acercamiento?

—Siempre.

—Nunca hasta entonces habías estado al borde de la muerte.

—Te equivocas. Siempre lo he estado. Desde mi nacimiento no he hecho sino caminar hacia ella. A veces pienso que no sé si la verdadera razón de vivir es la muerte.

—¿De qué hablas?

—De que siempre he sabido mi prometido final, pero hasta ahora he podido comprender lo que significa. Los dolores me abrasan como nunca lo hizo el tibio sol en mis días más felices. La ansiedad me baña con el sudor del remordimiento por todas las cosas que hice, y el pesar que trae con ella no es comparable con el culpable placer del que gocé alguna vez. En realidad puedo decir que siempre la muerte me había acechado, sedienta de mi sangre, hambrienta de mi carne mancillada; si bien nunca, hasta hoy, he logrado comprender que estos escalofríos, estos temblores son causados por sus huecos pasos que se dirigen a cerrar la última ventana de mis esperanzas.

—¡Ah, ya! Efectivamente te escucho y creo que al menos en forma incompleta, como sucede de continuo con los pensamientos expresados mediante la palabra, alcanzo a entender tus dolorosas ideas. Pero hay algo confuso. Hablas como un ser humano que escucha, ve, gusta, huele y siente con su cuerpo criminal. ¿No sería buen momento para dejar de escucharlo, después que sólo te ha ofrecido frutos jugosos pero estériles?

—¿Qué quieres decir?

—Que si es verdad que nuestros conocimientos provienen de los sentidos, también esos estremecimientos presagio de la muerte proviene de ellos, ¿no es así?

—Pues poco más o menos.

—Sí, bueno, en fin. Lo que intento decir es que tu saber sólo funciona en tu carne apasionada, arrebatada a diario por los furores y dada, eventualmente, al desfallecimiento. Por lo tanto, relégalos, como hijos de una experiencia imperfecta. No pienses más en si debes decidir no expiar o confesar tus pecados; de lo que has hecho hasta ahora ya se hará la cuenta final y veremos después cuál es el resultado. Por ahora descansa, juro que te pondrás bien, mientras mires con ojos mucho más expertos.

—Me gustaría mucho que en realidad escucharas tus palabras y las creyeras, pero sé que tú no cifras tu fe en la supremacía de la razón sobre el corazón y veo, con tristeza, que la seguridad de la que haces gala es sólo la máscara que vistes como forma de darme ánimos para el postrero momento.

—Te equivocas. Sí, es cierto que yo nunca he creído en el poderío de la razón, pero no te hablo de eso ahora. Mis palabras no contradicen mis creencias. ¿Me hablas de que has sentido a la muerte siempre cerca de ti y que hasta ahora te das cuenta que era ella? Pero has sentido con el cuerpo y hablas con el cuerpo ahora. Mira con tu espíritu y verás que no notarás nada sobre la muerte. En nuestra alma se encuentra grabado como sobre piedra la idea de la inmortalidad, la única idea que es verdaderamente humana.

—Qué hermoso hablas. —Y se dibujó en aquel maltratado rostro una triste sonrisa.

—¿Me crees?

La joven se quedó esperando la respuesta. Mas cuando observó que él había exhalado ya su último suspiro, murmuró:

—Lo sabía, sabía que te pondrías bien. No puedo sino amar la tranquila condición en que ahora te hallas, ya que no puedo envidiarla, puesto que tú no la disfrutas.

Dirigió sus pasos hacia la puerta y salió.

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