Calma, despacio. En realidad no es tan complicado como cualquier otra cosa. Es sólo cuestión de estar aquí, de pie, sin dormir, y moverse. Pero la prisa, ¡vaya! Eso siempre es un problema. No es rapidez por conquistar el destino, es angustia por hallarlo. Así, mientras el pienso verde aclara de golpe sus saludables tonos, el cielo se oscurece un poco, a pesar de apenas haber anunciado al mediodía.
El semblante y el corazón son discordantes gotas de lluvia balanceándose entre la amargura de la desesperanza y la dulzura de la vida decantándose con lentitud ante los días.
El azar era una serpiente de colores brillantes, titilando entre los cabellos del parque, dibujando eses engañosas y seductoras. Marchaba delante, no hacía sino marcar mi camino, hasta que de improviso se detuvo un segundo, incorporó su cabeza junto con la parte delantera de su majestuosa figura, tensó su cuerpo y saltó hacia el cuello del caminante que precedía mis pasos. Me paré en seco, mientras el reptil producía un ruido extraño, casi un bufido en el cuello de su víctima, quien, en un espasmo de supervivencia, agitó su mano derecha, arrojando de un empujón brusco a la serpiente. Ella salió volando hacia donde me encontraba, y me golpeó quedamente en el tobillo izquierdo, en el instante preciso en el que me disponía a levantar mi pie para dar un paso. Fue un golpe ligero, casi como un latido, así que no me importunó, pero no supe cómo, cuando volví a levantar mi pie, la mitad del cuerpo sinuoso se había enredado en mi tobillo, manteniendo la otra parte en el suelo, por lo qué tropecé y, aunque no caí, todo mi ser se sobresaltó. De un brinco superé a la serpiente.
—¡Demonios! ¿Por qué…? Casi me…
No obstante mi voz en grito, la anterior presa del reptil se hallaba ya un poco lejos, y no hizo caso a mi maldición.
—¡Hey!
Grité de nuevo, esta vez con más suerte o con más ánimo, pues conseguí que el caminante diera media vuelta y me mirara de arriba abajo, descubriéndome su rostro juvenil y cansado, así como su cuerpo, esbelto, pero un poco menos perfecto que aquél espléndido del azar. No supe qué decir, pues ahora tenía la atención total de un interlocutor desconocido, que además, me observaba estupefacto y casi podría asegurar, algo receloso. Me límite a repetir mi interjección, esta vez en voz más baja y sin agitación, al tiempo que me acercaba a él.
—La serpiente, saltó de pronto, la serpiente en tu cuello —balbuceé mientras señalaba de mi garganta a mi tobillo con mano temblorosa—, me hizo tropezar.
—¡Ah! Lo siento, sólo quería quitármela de encima, no pensaba molestar a nadie. No te había visto. Perdón.
—No importa. —Dije, y sonreí.
Sonreí con mi mueca más lozana y alegre, con un movimiento sincero, convulso, sin visos de la hipócrita cortesía tan común últimamente, pero el joven no me veía ya. En cuanto pronunció sus disculpas, giró su cuerpo para darme la espalda. Ahora seguía su camino. Troté un momento y lo alcancé, tomándolo del brazo.
—Hey, ¿caminas?
Mi interlocutor giró los ojos en una obvia expresión de fastidio y burla.
—Eh, sí. ¿O qué parece que hago? —Preguntó con sarcasmo.
—No lo sé. Lo dudé por un segundo.
—¿Qué dudaste?
—Dudé que caminaras. —Respondí con decisión.
—¿Eh? ¿Por qué?
—No lo sé.
—Ah, ya. —Murmuró aburrido.
—Es decir, no deberías caminar solo. Caminar no es una de esas actividades que uno debería hacer solo. Es como comer o como el amor, inclusive. Si uno lo hace solo, si uno come sin compañía, por ejemplo, cumpliría su cometido, la actividad se realizaría y se haría bien, así, sin más, sería “funcional” —y aquí me detuve un momento para tomar aire—, mas se privaría uno de lograr una actividad igual de “funcional” pero mucho más divertida. No sé, mucho más memorable.
—¡Ah!
—Pienso…
—¿Actividades memorables? Hay mil actividades inmemorables que se llevan a cabo a diario, ¿y qué? ¿Por qué caminar habría de ser distinto?
—No lo sé, tal vez se lograría más durante la caminata. ¿Qué tal mirar el paisaje? ¿Ver lo que hay alrededor?
—¿Eso se lograría caminando con alguien? —Preguntó mi interlocutor, quien gradualmente iba incluyéndose activamente en la conversación.
—Quizá, lo qué sí sé es que no se logra a solas.
—Pues… Tal vez si uno caminara con alguien sería peor, ya sabes, la obligada plática distraería la observación.
—No tanto —contesté con rapidez— la plática podría ser acerca de lo que se ve. Sin embargo, caminando uno solo, va uno tan absorto en no sé qué, que el paisaje te salta al cuello y no lo notas.
—Pues… —Y el joven se río en voz baja de mi comentario.
—Por eso, no deberías caminar sin compañía, en qué peligros te…
En ese momento giró su cuerpo hacia mí, escudriñándome una vez más, pero en esta ocasión lo hizo como tratando de encontrar algo desesperante y repulsivo en mi persona. Sin duda, mi valoración de su tarea actual le había molestado, o sólo le había enojado un poco el hecho de que, sin conocerlo, le hiciera una observación que sonaba a reprimenda y mandato a la vez. Guardé silencio.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay de ti? —Inquirió desafiante.
—¿De mí?
—Caminas sin compañía. Si hubieras ido tres pasos delante de mí hace un rato, la serpiente habría atacado tu cuello y no el mío, y, ya que caminabas a solas, no te habrías prevenido tampoco. Así que, ¿por qué no te aplicas tus consejos en lugar de intentar dármelos?
—Yo no camino sin compañía. Camino contigo.
—¡Bueno! —Respondió el joven encogiéndose de hombros, en actitud de hastío—. Ahora sí, pero fue hasta hace poco. Antes…ambos caminábamos solos, tú detrás de mí. Un par de solitarios.
—En absoluto —negué con la cabeza—, yo caminaba contigo. Ya había decidido estar contigo, caminar contigo, porque sé lo peligroso que es caminar sin compañía. Por esa razón, pude ver cómo la serpiente se detenía en su andar, se incorporaba enhiesta y un abrir y cerrar de ojos estaba en tu cuello. En otro par de segundos, tu mano como un abanico la derrotó, lanzándola hacía mí, haciéndome tropezar.
—¡Oh! ¿Viste eso? Podrías haberme hecho una señal.
—No, porque así como yo había decidido caminar contigo, tú habías decidido ir solo y distraído. Es por eso que mi consejo es para ti y no para mí, yo lo sigo religiosamente. Yo iba contigo, tú ibas solo, e incluso lo aceptaste hace un rato al decir, “no te había visto”.
—Jamás pensé que habría serpientes aquí. —Dijo mi interlocutor luego de un breve silencio, cambiando por alguna razón el tema.
—De esas serpientes hay en todas partes.
—¿Ah, sí?
—En todas partes, en todo el mundo, a cada paso que uno da, se esconden a veces entre la vegetación, pero están siempre…
Desvariaba un poco ya. Tal vez el reptil me había alcanzado la piel. Mi interlocutor se despidió de mí. Volvió a adelantárseme unos cuantos pasos y desapareció. Posiblemente dio vuelta en una esquina. Ninguno había mencionado ya nada sobre la controversia “caminar solo/caminar acompañado” apenas discutida. Yo no había mentido, todo lo dicho era una observación acertada. Hice una pausa, y me arrodillé para revisar mi pie. Sí, la serpiente había alcanzado mi tobillo. ¿Cómo lo logró tan rápido, si la había quitado de inmediato? Se había enredado en mí. De inmediato comencé a sentir el efecto del veneno: un mareo, un sudor frío bajando desde mi nuca, ojos nublados… Por un momento anhelé haber ido “tres pasos delante”: mi cuello habría salido indemne. A mí, el azar me había escindido la piel, y con la herida, me prohibía caminar sin compañía de nuevo.
El semblante y el corazón son discordantes gotas de lluvia balanceándose entre la amargura de la desesperanza y la dulzura de la vida decantándose con lentitud ante los días.
El azar era una serpiente de colores brillantes, titilando entre los cabellos del parque, dibujando eses engañosas y seductoras. Marchaba delante, no hacía sino marcar mi camino, hasta que de improviso se detuvo un segundo, incorporó su cabeza junto con la parte delantera de su majestuosa figura, tensó su cuerpo y saltó hacia el cuello del caminante que precedía mis pasos. Me paré en seco, mientras el reptil producía un ruido extraño, casi un bufido en el cuello de su víctima, quien, en un espasmo de supervivencia, agitó su mano derecha, arrojando de un empujón brusco a la serpiente. Ella salió volando hacia donde me encontraba, y me golpeó quedamente en el tobillo izquierdo, en el instante preciso en el que me disponía a levantar mi pie para dar un paso. Fue un golpe ligero, casi como un latido, así que no me importunó, pero no supe cómo, cuando volví a levantar mi pie, la mitad del cuerpo sinuoso se había enredado en mi tobillo, manteniendo la otra parte en el suelo, por lo qué tropecé y, aunque no caí, todo mi ser se sobresaltó. De un brinco superé a la serpiente.
—¡Demonios! ¿Por qué…? Casi me…
No obstante mi voz en grito, la anterior presa del reptil se hallaba ya un poco lejos, y no hizo caso a mi maldición.
—¡Hey!
Grité de nuevo, esta vez con más suerte o con más ánimo, pues conseguí que el caminante diera media vuelta y me mirara de arriba abajo, descubriéndome su rostro juvenil y cansado, así como su cuerpo, esbelto, pero un poco menos perfecto que aquél espléndido del azar. No supe qué decir, pues ahora tenía la atención total de un interlocutor desconocido, que además, me observaba estupefacto y casi podría asegurar, algo receloso. Me límite a repetir mi interjección, esta vez en voz más baja y sin agitación, al tiempo que me acercaba a él.
—La serpiente, saltó de pronto, la serpiente en tu cuello —balbuceé mientras señalaba de mi garganta a mi tobillo con mano temblorosa—, me hizo tropezar.
—¡Ah! Lo siento, sólo quería quitármela de encima, no pensaba molestar a nadie. No te había visto. Perdón.
—No importa. —Dije, y sonreí.
Sonreí con mi mueca más lozana y alegre, con un movimiento sincero, convulso, sin visos de la hipócrita cortesía tan común últimamente, pero el joven no me veía ya. En cuanto pronunció sus disculpas, giró su cuerpo para darme la espalda. Ahora seguía su camino. Troté un momento y lo alcancé, tomándolo del brazo.
—Hey, ¿caminas?
Mi interlocutor giró los ojos en una obvia expresión de fastidio y burla.
—Eh, sí. ¿O qué parece que hago? —Preguntó con sarcasmo.
—No lo sé. Lo dudé por un segundo.
—¿Qué dudaste?
—Dudé que caminaras. —Respondí con decisión.
—¿Eh? ¿Por qué?
—No lo sé.
—Ah, ya. —Murmuró aburrido.
—Es decir, no deberías caminar solo. Caminar no es una de esas actividades que uno debería hacer solo. Es como comer o como el amor, inclusive. Si uno lo hace solo, si uno come sin compañía, por ejemplo, cumpliría su cometido, la actividad se realizaría y se haría bien, así, sin más, sería “funcional” —y aquí me detuve un momento para tomar aire—, mas se privaría uno de lograr una actividad igual de “funcional” pero mucho más divertida. No sé, mucho más memorable.
—¡Ah!
—Pienso…
—¿Actividades memorables? Hay mil actividades inmemorables que se llevan a cabo a diario, ¿y qué? ¿Por qué caminar habría de ser distinto?
—No lo sé, tal vez se lograría más durante la caminata. ¿Qué tal mirar el paisaje? ¿Ver lo que hay alrededor?
—¿Eso se lograría caminando con alguien? —Preguntó mi interlocutor, quien gradualmente iba incluyéndose activamente en la conversación.
—Quizá, lo qué sí sé es que no se logra a solas.
—Pues… Tal vez si uno caminara con alguien sería peor, ya sabes, la obligada plática distraería la observación.
—No tanto —contesté con rapidez— la plática podría ser acerca de lo que se ve. Sin embargo, caminando uno solo, va uno tan absorto en no sé qué, que el paisaje te salta al cuello y no lo notas.
—Pues… —Y el joven se río en voz baja de mi comentario.
—Por eso, no deberías caminar sin compañía, en qué peligros te…
En ese momento giró su cuerpo hacia mí, escudriñándome una vez más, pero en esta ocasión lo hizo como tratando de encontrar algo desesperante y repulsivo en mi persona. Sin duda, mi valoración de su tarea actual le había molestado, o sólo le había enojado un poco el hecho de que, sin conocerlo, le hiciera una observación que sonaba a reprimenda y mandato a la vez. Guardé silencio.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay de ti? —Inquirió desafiante.
—¿De mí?
—Caminas sin compañía. Si hubieras ido tres pasos delante de mí hace un rato, la serpiente habría atacado tu cuello y no el mío, y, ya que caminabas a solas, no te habrías prevenido tampoco. Así que, ¿por qué no te aplicas tus consejos en lugar de intentar dármelos?
—Yo no camino sin compañía. Camino contigo.
—¡Bueno! —Respondió el joven encogiéndose de hombros, en actitud de hastío—. Ahora sí, pero fue hasta hace poco. Antes…ambos caminábamos solos, tú detrás de mí. Un par de solitarios.
—En absoluto —negué con la cabeza—, yo caminaba contigo. Ya había decidido estar contigo, caminar contigo, porque sé lo peligroso que es caminar sin compañía. Por esa razón, pude ver cómo la serpiente se detenía en su andar, se incorporaba enhiesta y un abrir y cerrar de ojos estaba en tu cuello. En otro par de segundos, tu mano como un abanico la derrotó, lanzándola hacía mí, haciéndome tropezar.
—¡Oh! ¿Viste eso? Podrías haberme hecho una señal.
—No, porque así como yo había decidido caminar contigo, tú habías decidido ir solo y distraído. Es por eso que mi consejo es para ti y no para mí, yo lo sigo religiosamente. Yo iba contigo, tú ibas solo, e incluso lo aceptaste hace un rato al decir, “no te había visto”.
—Jamás pensé que habría serpientes aquí. —Dijo mi interlocutor luego de un breve silencio, cambiando por alguna razón el tema.
—De esas serpientes hay en todas partes.
—¿Ah, sí?
—En todas partes, en todo el mundo, a cada paso que uno da, se esconden a veces entre la vegetación, pero están siempre…
Desvariaba un poco ya. Tal vez el reptil me había alcanzado la piel. Mi interlocutor se despidió de mí. Volvió a adelantárseme unos cuantos pasos y desapareció. Posiblemente dio vuelta en una esquina. Ninguno había mencionado ya nada sobre la controversia “caminar solo/caminar acompañado” apenas discutida. Yo no había mentido, todo lo dicho era una observación acertada. Hice una pausa, y me arrodillé para revisar mi pie. Sí, la serpiente había alcanzado mi tobillo. ¿Cómo lo logró tan rápido, si la había quitado de inmediato? Se había enredado en mí. De inmediato comencé a sentir el efecto del veneno: un mareo, un sudor frío bajando desde mi nuca, ojos nublados… Por un momento anhelé haber ido “tres pasos delante”: mi cuello habría salido indemne. A mí, el azar me había escindido la piel, y con la herida, me prohibía caminar sin compañía de nuevo.
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