Bajo mis pasos agonizaba un alga roja,
no me importó: la asesiné con mi sed.
¿Quién podría alguna vez pensar que
la frescura se hallaría tan indefensa?
Tanto anhelaba yo abonar los campos
dejando a mi cadáver regalar etanol,
mas mi vida fue llamada y me corté,
silente siguió mi sangre a tus pies.
Tu corazón luchaba ese día por latir,
le infundí una razón para verse tranquilo.
Abriste los ojos, sólo entonces deseé darte
la flor que a veces riega mi sinceridad.
Aunque mi cuerpo era impuro, su espíritu
poseía un alma noble creciendo enamorada,
no investigó qué pensaba negar mi razón:
el ansia de la sencillez lo dominaba.
Mientras tu mirada huía hacia arriba,
yo la perseguía con agria desesperación,
¿cómo obtener celestial belleza, cómo
vestir la blancura falsa de la ilusión?
Corrí tras el brillo fugado de tu iris,
con afán de asegurar que al menos eso
me pertenecería unos breves segundos.
Tus venas no escuchaban aún mis rezos.
Levanté mi cabeza con altanería, lloré,
esta vez sin hipocresía, el orgullo olvidado,
la nueva humildad se condensaba en nube:
llovíamos de la mano juntos por un tiempo.
¿Debería agregar que viví el cielo?
La tierra da en ocasiones buenos frutos,
pero ninguno tan fresco como tenerte.
Es verdad. Nos mataría para estar contigo.
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