Sunday 6 July 2008

El funeral de la medianoche


"...cuando la medianoche ha muerto...
cualquier cosa puede ser verdad..."


La madrugada ya no es más un sueño
ante los ojos y entre los cabellos,
el frío que congela la garganta
atormenta también a la piel.
La luna olvidadiza descansa y se relaja,
perdida la firmeza con la que sangraba
hace treinta minutos o tal vez diez.

En la plaza que por las mañanas
es escenario del vertiginoso ir y venir;
que por las tardes la lluvia lacera
con su ignominia ruidosa que no cesa;
los gatos son amos y se pasean impunemente,
son amos y corren, todo les pertenece,
salvo el pequeño cuadro de asfalto
donde flotan el par de enamorados.

Alrededor las calles desahuciadas, el silencio,
sólo roto por el rumor del viento,
y por los altibajos constantes de un ajetreo:
por los desvaríos del aliento.
Sus labios se mecen en la noche helada
que no parece extinguirse, que no teme al final.
Las ventanas están cerradas,
las cortinas corridas, las luces apagadas,
nadie espía el idilio con ojos inquisidores
o moralistas como lo harían bajo el sol.
Nada rompe la calma palpitante del amor,
agitada en medio del vacío;
y qué bien se siente estar a la vista de todos
sin ser visto por nadie.

Par de amantes impetuosos
que no recelan de la ropa que cae,
ni desconfían del clima tan cruento,
ni temen la afrenta a la propia vanidad.
Un par de sonrisas sinceras,
de alegres miradas brillantes,
y la madrugada se ilumina en el cielo,
y su resplandor les rodea y les cobija.
Hasta que de repente un haz belicoso,
que presagia a un voraz gruñido
emitido por dos máquinas locas,
rompen todo el universo creado;
¿cómo es que confiamos tanto
en que todos dormían?

Alguien espiaba detrás de las cortinas,
alguien se escondía para mirar
la pasión desbordada en el preludio
de un alba naranja y encendida;
pero, ¿quién sería tan cobarde como
para estar observando en cubierto?,
¿quién ha destruido el idilio?
Alguien no dormía, alguien miraba,
alguien esperaba vernos de pie
en el mutuo y extático abrazo.
Alguien llamó a la policía.

Nos increparon, y de nuestros labios
tan ebrios de enajenación
no brota palabra alguna.
Quieren revisar mis cosas,
me exigen vaciar mi mochila.
¿Buscan drogas? —¡Torpes!—
¿Alcohol, tal vez? —No, no lo sé—.
Pero en mis bolsillos no llevo
más que el luto por la ilusión pasada,
(ya no recuerdo a la ilusión,
mas el duelo aún pervive).
Y luego de palparnos de arriba abajo
en rápida y benigna inspección,
nos miran una vez más antes de irse.

Me es imposible asegurar
si simplemente nos despachan
o si nos amenazan también,
pero entrelazando las manos
emprendemos la marcha, mientras
de nuestras bocas surgen las palabras
amorosas y de indescriptible esperanza,
la confianza en el nuevo futuro;
y los abrazos que lo predicen
nos hacen detenernos más de una vez.
Las caricias alimentan la piel, hidratan
el sentido, la razón ya no importa.

Caminamos lentamente y pienso
cómo siempre tengo el mismo sueño,
siempre tengo el sueño
de no tener que volver a ningún sitio,
nunca tener que volver,
siempre, siempre al mismo sitio.

Los amantes van meciéndose
en el viento suspendido,
y el tiempo parece desplegar
afablemente los segundos
con menor prodigalidad
que la mostrada
hasta hace unas cuantas horas.

Pero ¡ah!, ahí, cortando nuestra retirada,
ya nos aguarda su padre de mirada severa,
con el odio en las manos y la rabia en sus venas.
Sé que siempre desconfió de mí.
Lo sé... Pero no me preocupa,
sólo me pregunto si escuchó
lo que en medio de la plaza desierta
los amantes se confesaron.

Y aún más... a su lado nos espera mi madre,
quien me mira con ese talante atroz
capaz de hacerme bajar la cabeza,
y llorar hacia dentro, sin ruido.
(Nadie más logra ese truco
de hemorragia interna en mí.)
Nos vieron, nos vieron. Lo sé.
No lo dicen, no lo dirán, pero lo sabemos.
No pienso en qué harán, ya no hay tiempo:
los instantes han vuelto a tomar
su terrorífica y común velocidad.

Porque ya separan a los amantes,
quienes no oponen resistencia,
y a cada uno por su lado, los hacen cruzar
el jardín negro, sembrado
de perros hambrientos cuyas fauces rojas
se parecen un poco a la luna
medio mortecina de esta madrugada.

Ya no se ven los amantes,
ya no puedo voltear.
¿Quién arruina y martiriza
la felicidad única de mi vida?
¿Quién espiaba en su cobardía
la sinceridad de dos corazones
ilusos, sí... pero apasionados?

Cuando el dolor de los recuerdos se apaga,
cuando se decolora la obstinada madrugada
vuelvo a tener el mismo sueño.

Los amantes siempre tienen el mismo sueño:
no tener que volver a ningún lugar.

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